domingo, 20 de septiembre de 2009

Usted es un negro de mierda

Sé que a algunas personas no les gusta que suba amterial ajeno, que tengo que laburar mi creatividad y todo lo que eso implica, con sus regularidades e irregularidades, pero esto me dejó con la boca abierta.
Go for it


Usted es un negro de mierda
Por Leandro N. Moreno - Thursday, Feb. 10, 2005 at 10:40 PM
ln_moreno@hotmail.com

Pase y vea señora

Negros aceitosos, gordos adiposos y raquíticos minusválidos; judíos rancios e indigentes mugrientos y condenados; bolitas hediondos y paraguas come naranjas; travestis, lesbianas, homosexuales en general; pobres cieguitos, sordos de mierda, rengos hijos de puta. En fin: todo aquel que se sienta, al menos en una parte, diferente a las personas normales y bien hechas, absténgase de continuar con el siguiente texto.

-¡Qué barbaridad! ¡ Qué atropello! ¡Que degeneración humana ha de ser quien dice esto! ¡Pero que descarado!... mi Dios- Suena el timbre y la señora desiste la lectura para abrir la puerta de calle.
-¿Tiene algo?- Un nene la mira desde lo bajo con ojos de cachorro.
-Si, mi vida, esperá- doña vuelve a la cocina y manotea un paquete de galletitas de agua del estante.
-Tomá. Pero te lo comés vos solito ¿eh?.- Le apoya una mano en la cabeza y acaricia uno de sus mechones grasientos con la seguridad de quien acaricia por primera vez un perro desconocido. Después cierra y se va adentro para ver la tele. Algo le hace ruido en la nuca: ese chico era rubio y de ojos azules, qué extraño. Pero está segura: de haber sido morocho no hubiera dudado en hacer la misma caridad. Faltaba más...una creyente acérrima como ella... Envalentonada por su bondad y por sus propios pensamientos antirracistas cambia de idea. Apaga el noticiero y le vuelve a hacer frente a la lectura.

¿Se decidió a seguir?, entonces escuche. No hay nada como poder dormir con la conciencia tranquila ¿O no?. Nadie descansa mejor que el buen ciudadano, que apoya el noble parietal sobre la mullida almohada para recomponer las fatigas de su benevolente espíritu.
Seguro. Usted es una persona que dice no ser ni más ni menos que cualquier otra. Seguro. Usted venera la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Seguro. Usted está en contra de cualquier clase de sometimiento a la especie que pertenece. Seguro. Usted, cada vez que puede, hace el bien; por eso no duda en soltar una moneda en cada ocasión que un negrito se avasalla contra su motorizada propiedad privada para limpiarle el parabrisas en algún semáforo; usted siempre suelta una chirola, por más que eso le rompa soberanamente las pelotas; por más que, en algún rincón, sienta un completo rechazo y un escalofrío en la médula por el sólo hecho de tener esos seres en harapos en las cercanías de su coche.
Por suerte existe el vil metal, que es el ente regulador por excelencia de la condición humana. Pensar que una simple moneda sirve para mantener la distancia divina y necesaria entre dos mundos que por fortuna son irreconciliables. Entonces usted sigue su camino con la convicción de que el universo es un lugar algo mejor ahora que su bondad ha intervenido con cara de moneda de cinco; y esa caras polvorientas, de narices con mocos sucios, vuelven a esperar el próximo semáforo para establecer un nuevo contacto con el paraíso celeste de los filántropos. Cada hormiga a su hormiguero.

Doña se rasca la cabeza y sus pupilas revolotean y brillan como bicho de luz. Y otra vez el timbre. Otro nene, éste más acorde con el villero prototipo. Por supuesto no escapó al examen exhaustivo: morochazo. Manchas blancuzcas en la piel, carcomida por los hongos contagiados por vaya a saberse qué perro. Mocos más verdes de lo común amenazando con rozar la boca. Labios sucios matizados con una sustancia mezcla de tierra y saliva. Mismos ojos de cachorro que el anterior, mismo pedido. A este no se lo acaricia.
La señora va adentro y vuelve con otro paquete.
- Es el último que les doy ¿eh?. Ya le di uno hoy al otro nene.- Como si los cuerpos y las almas del hambre fueran uno sólo y todos dieran igual.
Doña hecha llave y cerrojo a la puerta. Otra vez a la lectura.

A la mierda. La empalagosa compasión, ese es el problema, o al menos es el manto de estupidez que impide llamar a las cosas por su nombre. Y a la cosa, en este caso, solo se la puede llamar de una forma: racismo. Así como suena: encolerizado, cobarde, enfermizo y agazapado ra - cis - mo. Palabra en desuso y que suena hasta idiota cuando se la pronuncia.
Racismo: serpiente ponzoñosa que se atraganta y envenena con su propia lengua bífida. Monstruo de dos cabezas voraces que se devoran mutuamente. La primera, madre de la segunda, es el miedo personal o grupal motivado en lo que el otro o los otros representan; es el temor a la perdida de determinado bien, status o condición a manos de supuestos despreciables. La segunda, engendrada como encubrimiento de la primera, es la necesidad de creerse y justificarse superior y distinto; es el dividir las aguas, marcar territorio, establecer que las diferencias existen y son inconciliables. Es degradar por temor a ser degradado. Es soltar la moneda con misericordia.
Pocas veces se manifiesta a lo que se teme. De no ser así sería común escuchar: “Estos bolivianos de mierda tienen más conciencia del laburo que yo”, o “escondé el reloj, este morocho seguro que te lo afana”, o, “No soporto estar al lado de este puto” ,o, “judío tacaño, hijo de puta y cagador”
La degradación y la conciencia de superioridad aparecen como moscas en la bosta en el “¡qué lo parió, estos bolitas de mierda nos invaden el país!”, o, “ahí viene un negro, mejor le doy veinticinco centavos así se va”; o en el odio exacerbado del homofóvico que no se anima a asumir su propia homosexualidad, o en el desprecio pseudo-nazi hacia la sapiencia y laboriosidad del pueblo judío.
El racismo es eso: tiritar de miedo y enfundarse en un traje de soberbia y supremacía para disimularlo.

Doña golpea la mesa con vehemencia y dice que es mentira, que el racismo ya pasó, que el racismo era algo así como la lucha entre los blancos y los negros.
Pero fíjese bien señora, que tal vez la cosa se ha hecho un poco más compleja. Pensemos en esto, un minúsculo ejemplo de la estupidez que vomitamos sin siquiera darnos cuenta: la siempre tan útil y cómoda expresión “negro de mierda” no hace referencia singular al de piel morena, sino que derivó a tal punto que, hoy, se usa para nombrar a toda aquella persona que se haya comportado o actuado de forma vil o reprochable. El ser negro está referido implícitamente en el significado de la expresión. En criollo: ser negro es ser una basura.
Aunque por decir “negro de mierda” una y otra vez no se va a ser ni mejor ni peor ciudadano. Las palabras no son de temer y hay que aceptar los reveses lingüísticos. Por eso acúñese el término e impleménteselo a discreción. Llámese “negro de mierda” a todo aquel que haya tenido una actitud o conducta estúpida y despreciable. En fin, llámese “negro de mierda” a todo aquel que se sintió plenamente autorizado a seguir adelante después de haber leído las primeras líneas de este texto.


Leandro N. Moreno

viernes, 18 de septiembre de 2009

Yo leí este libro


Hay veces que nos llegan buenas noticias y sonreímos. Hay veces que nos llegan noticias aún mejores y no lo podemos creer. Incluso, muy pocas veces, sucede que encontramos por casualidad algo y es demasiado bueno como para sonreír o dudar de ello y esto me pasó a mi:

http://yoleiestelibro.blogspot.com

Lo que ven arriba es la dirección de un blog muy copado, con una de las mejores ideas literarias que encontré en lo que va del año. Yo leí este libro, básicamente, se trata de un proyecto organizado por personas de todas partes del mundo (aunque creo que arrancó acá, en la Argentina) que tiene como fin fomentar la lectura y, de alguna manera, el intercambio cultural.

¿Cómo lo hacen? Bueno, ahí está la genialidad, lo divertido y místico del proyecto. La idea es dejar un libro tirado en cualquier parte de la vía pública, en la calle, el Obelisco, en una plaza, en un parque o en un café, para que cualquier otra persona lo encuentre, lo levanté, lo lea y lo vuelva a tirar. Ustedes podrán objetar: “pero esa persona no tiene obligación de volver a tirar el libro, es más, por ahí lo lee y se lo queda o ni lo lee y lo usa para el asado dominguero”, pero no, hay algo más: cada libro de yoleíestelibro tiene adentro en la primera página una serie de instrucciones a seguir al pie de la letra, aunque claro que no es obligatorio.

¿Qué clases de libros son? ¡Cualesquiera! No importa si es el tratado de Marx o el libreto de Mi pobre angelito (sería bastante interesante), ustedes elijen que libro tirar y bueno, levantar el que quieran, solamente tienen que animarse.

Los invito a pasar por el blog en donde creo que ni siquiera saben que estoy escribiendo esto y en donde seguramente se sentirán atrapados por la genialidad.

Hasta la vista!

jueves, 10 de septiembre de 2009

Serenidad

Me invade una extraña serenidad, tan parecida a la soberbia que me asusta. Y es que esa superioridad que uno vislumbra al alcanzar cierta paz en el espíritu debería dar vergüenza.

¿Cómo mirar desde arriba a los hombres y sus imperfecciones cuando uno es sólo una parte del montón, capaz de las más atroces bajezas? Así, con este pérfido razonamiento, debería desprenderse de mi cuerpo y mi mente esta cruel tranquilidad, pero algo ajeno a mi voluntad –o ella misma, no sabría decirlo- la mantiene, como una sutil tortura.

Tuve que lavarme las manos, el asco que me genera pensar en tales asuntos me hizo sentir sucio. Podría demorarme y ahondar en tal reacción, pero a veces, en contadas ocasiones, es preferible no dar explicaciones, no buscarlas, pues el hecho de no hallarlas volvería loco al hombre más lógico y sereno…

¡Grotesca contradicción!

Desearía poder sentir una pizca de compasión por ellos, seres imaginarios de la realidad, o por mí, incluso, pero eso sería caer otra vez en la soberbia y la vanidad y ya dije que tales sentimientos me resultan realmente despreciables, más aún quienes los generan.

¡Con qué violencia debería uno desprenderse del polvo que lo cubre, de esa sombra de humanidad que es bendición y maldición a la vez!

Sería, en un principio, un movimiento lento, casi tierno, al rascarse un brazo o un cachete, como quien no quiere la cosa, pues es más difícil tocar el espíritu que el cuerpo… No, en realidad es bastante sencillo, pero la mayoría del tiempo somos ciegos a lo esencial, lo habrán leído en algún lugar.

Entonces comenzaríamos rascándonos la piel, hurgando con las uñas en el cuerpo mismo, en la armadura que nos protege y a la vez expone a lo mundano. Poco a poco, sin embargo, esa comezón transformaría nuestro accionar en un ataque frenético y violento, aniquilador, al cual no podríamos resistirnos… Espectadores de nosotros mismos, como si fuera un sueño muy intenso, para finalmente terminar frente a un espejo, desnudos o transparentes…vacíos pero limpios.

Con qué violencia debería uno… ¡ahí está la serenidad!

lunes, 7 de septiembre de 2009

Edición

Disculpen las molestias, encontramos algunos errores conceptuales y de desarrollo en el cuento. Releanlo y disfruten (y den su opinión).

Cuentan que en las tierras de Zefrrak vivía un viejo sabio que por capricho del rey Vladijj se mudó al palacio real sirviéndole de consejero día y noche. El Rey, joven y malcriado (pues tenía tan solo doce años), torturaba al viejo sabio cada vez que en el cielo había luna llena, para así recordarle que no era más que un simple sirviente y que su vida dependía del bueno mal humor del precoz monarca.
Una tarde de primavera, el día del año nuevo, Vladijj le preguntó curioso al sabio por qué no se había entregado a los placeres de la otra vida, siendo que en esta sufría tanto. Ante tal cuestionamiento, el viejo respondió diciendo:
–Oh, sabio Rey, que con tanta benevolencia me has tratado, le ruego acepte mis disculpas de antemano por lo que voy a decir, pero me temo que en sus intentos de torturarme usted ha fallado.
–¿Cómo puedo haber fallado, siendo que te he reducido al estado más vergonzoso que un hombre puede tomar? –preguntó realmente sorprendido el Rey–. Has sido el hazmerreír del reino durante ya dos años. Estoy seguro que he obrado bien. Te hice sufrir ansiedad, hambre, deseo, bronca, odio, impotencia. Pasaste por toda tortura que un hombre puede recibir y soportar. ¿Cómo puedo haber fallado, siendo que te he reducido al estado más vergonzoso que un hombre puede tomar?
–Oh, señor mío que mal alguno no has hecho, la arrogancia de su sangre y la estupidez de su adolescencia lo han vuelto ciego, los Dioses me castiguen por tal impertinencia, pero es que al haber manifestado sus inseguridades en mi, ha creado usted un vínculo que con mi sabiduría y mi sangre he sabido sellar. Ahora ninguno puede existir sin que el otro exista, por lo cual ha transformado su Majestad mi vida en algo tan valioso como la suya propia.
El Rey, perplejo e incrédulo, se retiró del calabozo de mal humor y con un increíble dolor de cabeza. Al pasar por delante de los guardias, les ordenó decapitar al anciano de la forma más lenta posible en la plaza pública para luego llevarle su cabeza como desayuno. Esa misma tarde, sin embargo, el joven monarca se recostó con un molesto sentimiento de culpa y remordimiento.
Esa fue la última orden que el rey Vladijj dio.